Aimar está muy concentrado escribiéndose una carta a sí mismo. “La abrirá en junio y verá si se ha cumplido lo que se está contando”, comenta su maestra, María Ruiz, antes de inclinarse hacia el chico de siete años y pedirle que la lea. “Esta tarde es la foto del entrenamiento con Osasuna... y se me mueve el diente”. La clase en la que escribe Aimar, amplia, acogedora, muy pacífica teniendo en cuenta que alberga a 20 alumnos de primero y segundo de primaria, decorada con dibujos y con numerosas ventanas por las que se ven árboles y el río Arga, también parece un aula del futuro.
En el otro extremo de la clase, una segunda profesora, María Martínez, está ayudando a Dina a leer una frase del libro de lengua. “Fíjate en el dibujo”, le dice, señalando una ardilla que llora. Los niños están sentados de dos en dos. Cada pareja ha recibido un papel en el que se explica la actividad que tienen que realizar y que consiste básicamente en leer, escribir o jugar a describir los dibujos que aparecen en una lámina para que el compañero los adivine. Todos los alumnos están haciendo algo. La atmósfera resulta a la vez industriosa y relajada.